Resumen:
Casi en su lecho de muerte, a fines de 1936, Miguel de Unamuno confiaba a Nicos Kazantzakis, aquel griego obsesionado con las figura de Cristo "No soy ni fascista ni bolchevique; soy un solitario". Es muy posible que personalmente lo haya sido; mucho más difícil será conceder que su pensamiento sea verdaderamente el de un espíritu marcado hasta la médula por la soledad. Me temo que sus lamentos, sus lances, sus sueños y sus aborrecimientos son los de todo un pueblo. Un pueblo y una historia que - llegado el momento - se sienten amenazados por sus propios (aún si torvamente deseados) engendros. Es la voz de una civilización que asiste entre el espanto y la indiferencia a su propia consumación a su propio desahucio.